Collage sobre 'Las espigadoras (1857, Jean-François Millet)
“Las mujeres realizan más de tres cuartas partes del trabajo de cuidados no remunerado, y constituyen dos terceras partes de la mano de obra que se ocupa del trabajo de cuidados remunerado”, expone 'Tiempo para el cuidado', informe de Oxfam Intermon publicado en enero de este año. La crisis del coronavirus ha puesto de manifiesto otra latente: la que viven las trabajadoras del hogar y las cuidadoras, entre otras. Un sector feminizado, precarizado e inmigrante. Y a pesar de ser fundamental para el sostenimiento de la vida, invisible y maltratado.
¿A qué nos referimos cuando hablamos de cuidados? ¿Cómo podemos hacer visible la violencia institucional en torno a ellos? En una charla online, 'Ecofeminismo en timpos de COVID', organizada por La Co·lectiva, María Sánchez, autora de 'Tierra de mujeres', y Yayo Herrero, co-autora, entre otros, de 'La vida en el centro', daban respuesta a estas y otras muchas cuestiones transversales que también afectan, entre ellas, los modelos económicos y políticos, el sistema sanitario, la soberanía alimentaria, el racismo o el ecocidio.
“No quiero un sistema sostenido por la explotación laboral, por una producción intensiva sin tener en cuenta los cuidados ni la vida; un sistema que pone la producción antes que la salud” defiende María Sánchez cuando piensa en esa ‘normalidad’ de los cuidados que se ha vivido hasta ahora en las residencias de ancianos o en el trabajo doméstico. “Ponemos antes la producción que la salud de los propios cuerpos, sin tener en cuenta el bienestar de estas personas. Tenemos lugares que son iguales que campos de refugiados. Mujeres, hombres y niños que no tienen acceso a agua. Es hora de que nos preguntemos qué nueva normalidad queremos.”, afirma María. "Hablamos de los márgenes pero no tenemos en cuenta los márgenes de esos márgenes: las trabajadoras migrantes temporeras en los campos de la fresa en Huelva y Almería, o en los mataderos y explotaciones intensivas", concluye.
“La sociedad occidental, las economías y políticas, por el tipo de configuración patriarcal y colonial conforman un modelo por el cual unas vidas valen más que otras. Hay un sujeto universal, que el feminismo ha denominado BBVA (blanco, burgués, varón y adulto). Y cuanto más te alejas de ese prototipo, menos vale tu vida”, apunta Yayo Herrero. “La vida de las mujeres vale menos que las de los hombres, la vida de las personas no blancas vale menos que las de las personas blancas, y la vida de otras especies vale menos que la vida de la especie humana, por no hablar de las personas empobrecidas. Y ese sostenimiento de un sistema tan desigual tiene una base sobre la violencia, una violencia institucional, estructural. El racismo, la colonialidad o el ecocidio forman parte de cómo nos configuramos, en el contexto de estos modelos económicos y sociales, como personas”, concluye.
“Cuando llega la covid 19 nos planteamos cuáles son los servicios esenciales. De repente, nos encontramos con un pequeñito minuto de lucidez, que no sabemos cuánto va a durar, iluminando una realidad. Y es que cuando hay que decir qué es lo que no se puede dejar de hacer, aparecen los trabajos de cajeras, carretilleros, limpiadoras, transportistas, cuidadoras, personas que atienden a domicilio o las propias personas denominadas ‘amas de casa’, que están aguantando el tirón dentro de los hogares. Y cuando empezamos a mirar quiénes realizan esos trabajos, nos damos cuenta de que son trabajos mayoritariamente feminizados y que, además, realizan mayoritariamente mujeres migrantes”, explica. “La gente no puede ir a sus puestos de trabajo si nadie se ocupa de las personas más vulnerables, pero sin embargo, permanecen sistemáticamente invisibilizadas (...) Necesitamos una política que ponga la vida en el centro, nos referimos a una política articulada en torno al cuidado como paradigma”, apunta Yayo.
"¿Cómo es poner la vida en el centro?" preguntaba xxx. “Lo primero que me viene a la cabeza son las iniciativas locales”, arrancaba María. “Pienso en pequeños grupos agroecológicos y en plataformas que tienen muy claros temas como el derecho a la alimentación, la soberanía alimentaria (...) Por ejemplo, con el confinamiento no se dejaba ir a la gente a un huerto si no eran agricultores profesionales, pues era consideraba una actividad de recreo. ¿Desde cuándo trabajar la tierra y obtener tus propios alimentos es una actividad comparada al ocio? Y esto se ha conseguido cambiar gracias al trabajo en común de colectivos y cooperativas que se han unido y que han peleado por ello”.
Por su parte, Yayo señala que “nuestra realidad está inserta en una dinámica de crisis ecológica profunda. Es decir, un cambio climático que, en concreto, en nuestro territorio, tiene una incidencia muy intensa, mucho mayor que en otros territorios de Europa. Una crisis de energía y de materiales, que viene siendo denunciada desde hace décadas, pero que se ha venido profundizando porque la lógica no es la de frenar con prudencia, sino más bien la de tratar de tirar hacia delante con el mismo modelo. Y, además, en una situación tremendamente injusta. En este momento, cualquier país de los que se denominan ricos, es un país que solamente se sostiene sobre productos alimentarios, minerales, energías y otros recursos que vienen de territorios del sur global. La valla que rodea a la Europa rica, si además de no dejar pasar personas migrantes, no dejara pasar materiales y bienes extraídos de los países de origen de esas personas migrantes, no duraba ni dos meses”.
Al igual que María, Yayo también defiende la escala local como cuestión fundamental. “Porque aunque es cierto que el pico del petróleo o el cambio climático son problemas globales, sus consecuencias se viven en un territorio y en unos cuerpos concretos, en unas vidas cotidianas concretas. Y eso es lo que que aporta el feminismo y el ecofeminismo: la politización, sobre todo, de la vida cotidiana. Y por otro lado, una buena parte de las resistencias y de las alternativas que construyamos las tenemos que trabajar en algún lugar concreto, y ese espacio específico es local. La economía social y solidaria, entendida en una forma amplia, nos plantea un montón de caminos a seguir. También la agroecología, como un pilar básico para producir alimentos que no envenen ni a la tierra ni a las personas. Todo el marco cooperativo es absolutamente crucial. Si me preguntaran dónde nos juntamos el futuro, diría que en la reinvención de lo colectivo y en ser capaces de hacer cosas en común. En la propia ciudad, la escala barrial es una escala importante para repensar los cuidados (...) También el municipalismo como movimiento social y político es importante y creo que puede haber experiencias de alianzas público-comunitarias que sustituyan a las público-privadas”.
“Los cuidados no se reducen al hogar, al ámbito doméstico o al amor. Cuidados son también los hospitales y los comedores. Es tener espacio en la ciudad para caminar. Y ese, por ejemplo, es un problema que nos encontramos con esta fase de la desescalada, pues se culpa a los ciudadanos por el aglutinamiento, y nos encontramos con que no hay suficientes espacios verdes ni públicos en las ciudades porque ya no están pensadas para la vida, sino para producir. Cuidado también es una alimentación sana, una ganadería extensiva y ecológica que no contamine, que no maltrate, y que además asegure que los trabajadores que trabajan la tierra tengan derechos básicos. Son también las relaciones que tenemos con nosotras mismas. Es romper con esta individualidad y este sistema de inmediatez que nos tiene totalmente abducidas. Es la codependencia de las personas, pero también del territorio. Pienso en la frase de Donna Haraway: «Ser uno significa formar parte de mucho». Yo lo quiero ampliar con «y depender de muchos y no solo de personas, sino de seres vivos, de territorios, de tierras, de otros elementos»
“La lógica del cuidado se entiende cuando pensamos en qué es lo que sostiene la vida”, afirma Yayo. “Es decir, en qué es lo que hace que las personas podamos estar vivas. Nos reconocemos por un lado como seres ecodependientes. Dependientes somos por naturaleza, pues estamos insertas en una naturaleza de la cual obtenemos todo lo que necesitamos para satisfacer condiciones de vida. Y lo obtenemos a partir de una actividad que denominamos trabajo, un trabajo que sirve para reproducir la vida y, por lo tanto, cuidar la vida. Pero, además, somos seres profundamente interdependientes. Es decir, nuestra vida transcurre encarnada en cuerpos que tienen que ser cuidados a lo largo de toda su existencia y con especial énfasis en periodos como la infancia o la vejez, la enfermedad o la diversidad funcional. Porque los cuerpos son diversos y tienen necesidades muy diferentes. A lo largo de la vida han sido mayoritariamente mujeres quienes se han ocupado de este trabajo, ya fuera en el hogar o en otro tipo de espacios, como los hospitales, los centros de día, el trabajo en el hogar remunerado, la propia escuela, etc. Se cuida desde muchos ámbitos, desde lo público, lo mercantil, desde el espacio de la comunidad y desde el espacio de la familia. Es un trabajo material, supone mover cuerpos, cargar pesos, y está directamente conectado con la materialidad y la supervivencia de la vida. Los cuidados son procesos dentro del metabolismo social que garantiza la continuidad cotidiana y generacional de la vida. Es un proceso esencial para que nuestra especie exista”
"Desde una perspectiva ecofeminista, lo principal en las relaciones campo-ciudad es destruir las falsas dicotomías", defiende Yayo. "En el sistema campo-ciudad hay una sobrevaloración de lo urbano como espacio de la cultura y la economía, con un crecimiento absolutamente brutal. Mientras que lo que se ha producido es una desvalorización de lo rural, hasta tal punto que si preguntas a las personas mayores que viven en el campo qué quieren para sus hijos, responden que no se queden allí (...) Desde una mirada ecofeminista, la clave está en romper esas dicotomías. No hay vida en la ciudad sin campo que produzca, y el campo se destruye en la medida en la que la dinámica urbanizadora es hegemónica y crece sin conocer ningún tipo de límite. Es paradigmático que casi todas las ciudades hayan comenzado a construirse en los lugares más valiosos para producir alimentos, que para ello se hayan destruido los suelos más fértiles, nuestros suelos más capaces de producir alimentos y asentar la vida de la gente, y que estén desapareciendo debajo del ladrillo. Y en esa relación campo-ciudad, todos los movimientos que se han ido generando en torno a la agroecología, están jugando un papel importante. las cooperativas de consumo, que son trocitos de vida, de repente ligan ambos ámbitos. También la organización de mercados cooperativos es un paso interesante que se está dando para ampliar la escala y la reflexión que se hace para intentar que el poder comer alimentos sanos no sea una cuestión de pijos y progresistas que lo pueden pagar, sino que sea una cuestión adecuada para todas las personas. Y un institucionalidad que ponga en el centro la vida puede conseguir políticas de escala que ayuden en ese sentido", señala.
"Me gusta hablar en plural, de medios rurales", cuenta María. "Igual que hay muchos tipos de mujeres rurales. Desde el relato que se nos ha vendido muy marcado por la dictadura, que el que se quedaba en los pueblos no valía para nada, no tenía futuro, y eso está muy metido en nuestra memoria, hasta tal punto que sentimos vergüenza de nuestros acentos y de nuestras lenguas (...) Esa visión paternalista, clasista, machista, desde la alta esferas de la ciudad a los pueblos ha hecho mucho daño y sigue ahí. El tema de los suelos me preocupa porque estamos viviendo una uberización del campo. Se está industrializando e intensificando de una manera brutal. Hay mucha gente que quiere repoblar o que vuelvan los servicios de cualquier manera, pero yo no quiero un medio rural vivo si no es feminista, inclusivo y que respete la tierra. Yo no quiero un medio rural lleno de granjas de 20.000 vacas como está pasando en muchas zonas de nuestro territorio, donde no hay ninguna conexión entre la persona, el territorio y los animales o la semilla. Eso para mí es cultura. Me aterra cuando solo ves granjas de animales intensivas, factorías de muerte donde no hay esa unión, esa conexión con la tierra, con los ciclos vivos. Y que, además, esa alimentación tiene otra cara: la de gente que enferma. Tenemos que sentarnos desde lo urbano a lo rural y desde los rural a lo urbano, porque tampoco es cuestión de idealizar los pueblos y maltratar a las ciudades, hay paternalismo en ambos lados. No necesitamos mutuamente. Lo que sí es fundamental es preguntarnos qué tipo de ciudades queremos y de qué forma queremos construirlas, pensar en las políticas comunes, las viviendas dignas, la economía social y solidaria, en la justicia alimentaria, etc. Y también, ahora que se habla con lenguaje de guerra sobre ‘nuestros pastores’, ‘nuestros alimentos’, sobre lo ‘nuestro’, hay que pararse a pensar que la gente que produce los alimentos en este país, pues son migrantes que no tienen derechos, unos derechos de los que sí disfrutamos los que consumimos esos alimentos.